La noche se me esfumó como un chispazo: de un segundo a otro se fue aquella razón de mi inspiración. Así, como cuando soplás un fósforo para apagarlo... así, como cuando ves correr la aguja de los segundos. Así... la razón de esa noche, se fue. Esos instantes eternos, en el que lo ves levantarse, saludar y caminar y no entendés mucho, porque la noche -en realidad- recién empieza. Porque estuviste pensando en esa futura noche, porque la deseaste y la esperaste y todo se apaga en un instante eterno. Bah, no mintamos: deseás y esperás cualquier instante con él. Pero se te difumina, como cuando lo pensás, deseás ese momento y de repente esa imagen se te borra de tu mente. Y no sabés cómo hacer para que esa imagen no se vaya, para frenarlo y pedirle por favor que se quede un rato más, decirle que tenías ganas de verlo. No, pero allí se va. Le ves la espalda. Lo perdés de vista. Se va.
Este es el momento en el que aparece tu amigo que está siempre, jodón y pum para arriba, que te levanta el ánimo sin razón y te da el abrazo que tanto necesitabas. Gracias, amigo. Gracias. Siempre sabés lo que necesito, siempre.